RECONOCIMIENTO A ESCOLTAS

UNA PISTOLA Y VEINTICINCO BALAS.

 

 

Tras cuarenta o cincuenta años, ya hemos perdido la cuenta, el

terrorismo se da por finalizado. Más de ochocientos muertos, que no es poco, quedan en las cunetas de la memoria. Miles de vidas destrozadas en nombre de las ideas.

 

Pero yo quiero hablar de otro muerto, un fiambre al que han enterrado rápido y sin ceremonia para que no apeste. Me refiero al muerto que supone el que tres mil profesionales, preparados y experimentados en proteger las vidas de políticos desagradecidos, se vean ahora en las filas del paro o desahuciados de sus viviendas o, como tengo el horror, que no el honor de conocer, compartiendo con otros compañeros las habitaciones de un pisucho barato porque no pueden aspirar a tener uno propio. 

 

Algunos vinieron de fuera, otros perdieron su familia porque no era fácil que aguantaran un día a día trufado de riesgos, de dar el cante mirando debajo del vehículo, de no poder pasear ni vivir como vive la gente normal… Lo perdieron todo, hasta la ilusión de creer, como creían al principio, que su trabajo era valioso porque protegían a los representantes designados por el pueblo. Yo formé y entrené a muchos y les inculqué en lo que pude esa idea de servicio.

 

Ahora, cuando esos políticos pueden volver a pasear por las plazas de los pueblos, a gallear en los bares con los colegas sin miedo a que les peguen un tiro en la nuca, parece que el terrorismo nunca existió, ni que nunca hubo escoltas en el País Vasco.

 

Es mejor olvidar, acumular la mierda bajo la alfombra y mirar hacia otro lado. El futuro está ahí, qué bien, qué tranquilidad. ¿Qué importan tres mil parados más entre cinco millones?

 

¿Quién se va a dar cuenta? Para que no protesten les venden cuentos, “vais a reciclaros para vigilar las prisiones”, “hay un gran mercado laboral en la protección de víctimas de violencia de género”. Mentiras. No hay uno solo de ellos vigilando una cárcel y miles, ¡miles! de mujeres siguen yendo acojonadas a buscar a sus hijos al colegio o a trabajar porque el Estado no les ofrece protección. Por cierto, ahora que coincidimos con el Día Internacional de la Mujer, de estas mueren muchísimas más que políticos en los tiempos plomizos del terrorismo.

 

Y ellos, los escoltas, como siempre. Callados, discretos, con la mirada gacha a ver por dónde me la van a pegar. Me recuerdan a aquellos soldados que volvieron de Vietnam y a la frase del soldado Rambo (horrible película y pero actor, por cierto) cuando decía: “nos enviaron allí siendo unos críos y nos dijeron que luchábamos por nuestro país; pero cuando volvimos nos recibían con insultos y en los periódicos leíamos que habíamos ido a aquel país a matar niños”. Decía eso o algo parecido. Qué no tendrán que oír los escoltas de los políticos a los que sirvieron: que no era para tanto, que tampoco había tanto riesgo, que cobraban para eso y además mucho, que iban de chuletas por la vida, que su trabajo ha terminado y ya está, que pasen página … Lo que pasa es que muchos de ellos, con treinta años de calle, no saben hacer otra cosa que inspeccionar vehículos, calcular rutas, mirar hacia atrás y conducir como si llevaran una guindilla en el trasero.

 

¿Qué quieren, que investiguen el genoma humano?

 

Yo no sé lo que harán, a qué se dedicarán ni qué va a ser de sus vidas. Casi todos los que conozco, ya lo he dicho, están en el paro, agotando los ahorros de su vida. No he visto ni oído a un solo político, juez u otra autoridad, a nadie, hablar una palabra en su favor al margen de algún comentario de pasada. No han sido capaces ni de darles puntos para que opositen a cualquier cuerpo de policía. Y eso que les salvaron la vida.

 

Porque, ¿sabían que ningún político con escolta privado fue asesinado nunca? Y no porque no lo intentaran, que lo hicieron, pero ellos estaban allí para impedirlo y los terroristas jamás se atrevieron a enfrentárseles cara a cara, a tiro limpio, que para eso había que tener un par.

 

Pero yo les admiro. Y les admiro en su actual condición, en la serena dignidad de no agarrar una pistola (que la saben manejar) y ponerse a atracar bancos como hicieron tantos soldados americanos a su regreso a la “patria”. Les admiro porque no se quejan, porque prefieren parecer mendigos o darle al frasco antes que saltarse la ley que defendieron sin que sus empresas les dieran jamás ni un puñetero chaleco de protección. Una pistola y veinticinco balas, es el reglamento.

 

Este es mi homenaje, el único que van a tener. El de otro pringado como ellos.